jueves, 1 de febrero de 2007

El Milagro de don Manuel

El milagro de don Manuel



Cuando el Dr. Quintana cruzó la puerta de su oficina, después de revisar la agenda con su secretaria y ver en ella, escrito: “Familia de don Manuel Torres”, sintió que involuntariamente se le apretaba el abdomen y un sentimiento de incomodidad hacía presa de él. Esa sería una entrevista tensa, y ese sentimiento lo comenzó a sentir desde que vio ese nombre escrito en la agenda, con la caligrafía perfecta de la Sra. Sofía, la misma secretaria que había acompañado a tantos directores de ese centro asistencial.

Ella le dijo: - Doctor, le di hora a las 9.30 al hijo del paciente de la UCI, que ayer… - Ya lo sé - Contestó él. Expresando en el tono con que acompañó esa respuesta, la emoción que empezaba a atraparlo.

Entró a su oficina, luego pasó al baño donde se retiró la chaqueta y miró la ubicación de su corbata ante al espejo descascarado que tenía enfrente. Allí, al mirar su imagen reflejada se volvió a conectar con la intranquilidad que había abierto la entrevista pactada para las nueve treinta. Miró su reloj y vio que faltaba todavía poco menos de una hora para ese encuentro y debía informarse bien de lo ocurrido. Dio vuelta y se puso el delantal que colgaba detrás de la puerta.

Luego salió del baño y se dirigió al escritorio, donde a través del teléfono, que había conectado con alta voz, le pidió a la Sra. Sofía, que citara al Jefe del Servicio de Cuidados Intensivos y al encargado de mantención, para que le dieran cuenta de lo ocurrido, con todos los detalles, para preparar la entrevista con el hijo de don Manuel.

El Dr. Quintana, es el Director del Hospital de “Nuestros Santos Hospitalarios”; establecimiento de muchas camas y elevado desarrollo tecnológico. Tiene 50 años y es internista. Estudió y trabajó siempre allí; conocía todo el hospital, su personal, sus recursos, su cultura y su historia, la que le había tocado a él y la que le habían contado. Era de allí.

El nombre de Manuel Torres Quezada le era familiar, porque se trataba de un paciente de características diferentes a la de la mayoría de ellos. El era un obrero de la construcción electricista, que por problemas desconocidos había decidido ahorcarse, con la fortuna de que fue encontrado con signos vitales y pudo evitarse su muerte. Sin embargo, quedó con respiración y sin conciencia. Estaba en coma y llevaba 49 días en esa condición, solo a la espera de un milagro o que se produjera el desenlace, falleciera, por detención de la respiración espontánea.

El Dr. Quintana había conversado varias veces con la familia, conocía completa la biografía de don Manuel Torres. Se trataba de un obrero especializado, de edad avanzada, que trabajaba en la construcción, a cargo de la instalación eléctrica de los nuevos edificios que iban ocupando los sitios eriazos de los barrios periféricos de la ciudad; era una persona algo extraño, de contextura pequeña y delgada, de muy pocas palabras y practicante de la religión evangélica. Junto a parte de su familia acostumbraba a peregrinar los fines de semana predicando el evangelio. Por esa razón, nadie pudo entender por que había tomado la decisión de quitarse la vida y de esa forma tan dramática. No era un hombre bebedor ni mujeriego y su familia no presentaba conflictos. Solo se especulaba con la idea de que pudiera tener algún conflicto oculto o bien, su frágil intimidad había hecho alguna crisis endógena y alterado su juicio de realidad, de manera de haberlo llevado fuera de su conciencia al acto del suicidio.

Por su parte, Carlos que era el menor de sus hijos y el responsable de la relación con el equipo del Hospital, también era una persona especial, de bajo perfil, pero persistente. Tenía 28 años y aunque su físico expresaba esa edad, su actitud era de alguien con más años. Había acompañado a su padre todos los días desde su ingreso al centro asistencial y no había dejado de pasar a hablar con el médico tratante ningún día. Si el Dr. Miranda no se encontraba, esperaba pacientemente al Dr. Quintana, hasta que él le reportara alguna novedad sobre su padre, novedad que no había ocurrido durante los 49 días que había estado hospitalizado, hasta el día sábado del último fin de semana, en que se había producido el desenlace fatal. En las circunstancias que el Dr. Quintana necesitaba conocer en detalles, para poder hablar con conocimiento de lo sucedido, con la familia de don Manuel, que vendría pronto.

Su secretaria, la Sra. Sofía, llamó de inmediato a los dos profesionales que le pidió él que citara a su oficina. Llamó a la puerta y el Director se le pidió que entrara.

- Llegó el doctor Gómez- dijo la Secretaria.

El doctor Gómez era un joven médico internista, post becado reciente, sólido clínicamente y preocupado de la gestión clínica de su Servicio. Llegó acompañado de la Enfermera Supervisora, que por casualidad había estado de turno el fin de semana.

El Doctor Quintana, le pidió a su secretaria que llamara de inmediato al Encargado de la Mantención del Hospital, el Ingeniero Industrial que dirigía el departamento de Recursos Físicos. Hizo pasar al doctor y la enfermera y cerró la puerta.

El Jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos le relató con detalles lo que había ocurrido, tal como a su vez, su enfermera le había informado.

A las 16.30 de la tarde del día sábado, se había producido un corte de energía eléctrica y con ello se había puesto en marcha las luces de emergencia y los monitores y ventiladores siguieron funcionando, gracias a sus baterías.

La Unidad de Cuidados Intensivos se encontraba en un sitio transitorio, mientras se hacían arreglos en su infraestructura. Por esta razón, la enfermera, después de conversar con el médico Jefe del Turno, toma e implementa la decisión de trasladar los pacientes desde donde se encontraban hasta su lugar propio, donde providencialmente se habían terminado los arreglos y además contaba con protección del grupo electrógeno.

Mientras esto ocurría, don Manuel era acompañado con mucha atención por su señora. Cuando se produjo el corte de energía, ella se sobresaltó, pero se le informó de la situación y que don Manuel no corría más riesgos que los que mantenía en forma permanente. Luego, cuando le informaron que se trasladaría, señaló apremiada que ella lo acompañaría.

El relato lo continuó la enfermera, que se había mantenido atenta hasta el minuto que el doctor Gómez, detuvo su descripción y la miró indicándole que siguiera.

Cuando el traslado iba a su parte media, el corazón de don Manuel dejó de latir. Su señora alertó de inmediato a la enfermera, la que constató el paro cardiorrespiratorio que presentaba don Manuel, iniciando de inmediato la reanimación. El médico del turno, acudió presuroso con dos técnicos paramédicos, para continuar con los esfuerzos por sacarlo del paro. Mantuvieron las maniobras por un tiempo más prolongado que el que prudentemente se justificaba. La señora de don Manuel estuvo paralizada durante la primera parte de los esfuerzos que hacía el equipo de salud que lo atendía, pero luego comenzó a llorar y gritar que el Hospital era el responsable por haberlo movido. Le explicaron que eso no era así, pero ella no escuchaba nada. Estaba muy afectada.

Finalmente habían llamado al resto de la familia para avisarle del deceso de don Manuel y pedirles que vinieran a acompañar a su esposa. Se les prestó una sala solo para ellos para que pudieran acompañarlo y acompañar a su señora hasta la llegada de las pompas fúnebres, que vendría a buscar el cadáver.

Cuando la enfermera llevada el relato en esta parte, se sintieron golpes en la puerta y luego, girar la manilla para abrirla, Entró el Ingeniero responsable de los Recursos Físicos.

El director le puso al tanto de lo que pasaba, que venía la familia de don Manuel a reclamar y que necesitaba los detalles de lo que había ocurrido el sábado en la tarde, con la energía eléctrica. Y que los aspectos clínicos ya los había recogido de parte del equipo de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital.

El ingeniero, hombre de edad media, que había estudiado sobre sus cuarenta y cinco años. Esforzado y preocupado, meticuloso al extremo, comenzó su cuenta.

La electricidad se había cortado en todo el sector del Hospital, es decir, comprometía más allá del establecimiento y por lo tanto el desarreglo no era de su responsabilidad. El grupo electrógeno estaba en buenas condiciones y las baterías de los equipos médicos, como debía de esperarse, funcionaron sin dificultad.

El paro que había presentado don Manuel era independiente del corte de energía y del traslado, pero la familia no pensaba así y de seguro vendría en una actitud beligerante.

Era necesario prepararse y en eso se encontraba el Dr. Quintana. Miró la hora y descubrió que le quedaban solo 15 minutos para la entrevista.

Después, comentaron otros hechos del fin de semana para relajarse; como siempre el humor negro y las historias tragicómicas, fueron la tónica de lo que compartieron. Y en eso estaban, cuando bruscamente se escucharon gritos y llantos que se acercaban a la puerta. La secretaria abrió y al minuto todos se pusieron de pie. El Dr. Quintana se dirigió a la en busca de la Sra. Sofía:

- ya llegaron – dijo ella compungida.
- Hágalos pasar – dijo él, mostrando pesadumbre.

Al terminar de abrir la puerta, quienes se encontraban dentro de la oficina del director, pudieron ver lo que ocurría afuera. Al lado del escritorio de la Sra. Sofía, se veía a la esposa de don Manuel, a su hijo Carlos y la segunda hija del matrimonio. Ambos hijos sostenían a su madre, los tres vestían riguroso negro y la Señora del difunto, se veía abatida, con los ojos enrojecidos e hinchados, balbuceando cosas incompresibles, pero absolutamente capaces de transmitir su profunda pena y soledad.

- Ellos me lo quitaron, ellos me lo quitaron… –

Exclamaba de vez en cuando, como tratando de permanecer alerta frente a quienes ella responsabilizaba de lo ocurrido, debatiéndose contra la fuerza del pesar que la aplastaba contra el suelo.

Ambos hijos que la sostenían, la miraban constreñidos, incapaces de despegarse del dolor que traslucía. Tratando de calmarla, para poder moverla, hasta el sillón de la oficina del director.

La señora Sofía, sigilosa y eficiente, trajo un vaso de agua y varias tacitas de café, ofreciendo azúcar y “nutrasuit”. El doctor Gómez, la enfermera supervisora y el Ingeniero de mantención, se retiraron, cruzando palabras con Carlos Torres, dándole el pésame. La puerta se cerró y quedó solo con los tres, en un ambiente cargado por el dolor de esa familia, sin embargo, ya sentados todos, habiendo bebido algunos sorbos de agua, el ambiente comenzó a serenarse.

El doctor Quintana, aprovechó, el silencio transitorio producido y comenzó a hablar; cuando esto ocurrió, Carlos quiso interrumpirlo, pero el no lo dejó.

- Disculpe doctor, es que quiero decirle algo –
- No, déjeme continuar – pidió cortés y asertivo el doctor Quintana.

El hijo trató nuevamente de hablar, pero el doctor insistió y partió con el discurso que tenía preparado y se había repetido varias veces desde la mañana, cuando mientras se arreglaba la corbata, había ensayado.

Primero dio el informe técnico de la situación: Que se había producido un corte de electricidad en el sector, que en la sección donde se encontraba don Manuel habían funcionado las luces de emergencia y que el ventilador, los monitores y las bombas de infusión, tenían soporte de baterías que también habían respondido. Que el paro cardiorrespiratorio que había presentado don Manuel, había sido independiente del traslado y que la institución lamentaba, sinceramente, lo que le había sucedido a don Manuel, pero que no era de su responsabilidad y, lo lamentaba, se lo decía nuevamente.

La señora, no escuchaba nada, solo gemía y cada cierto rato, emitía algunos epítetos, pero sin fuerza para ser registrados, en ese instante, por nadie.

En medio de esa confusión, Carlos, el hijo menor de don Manuel, miró al Director, y le dijo:

- por favor Dr. Quintana, espere un momento –

Se produjo un silencio. El hijo menor se dio vuelta hacia su madre, la tomó de los brazos y, mirándola a los ojos, la apretó, le dijo algo al oído y la invitó a callarse primero y luego, a salir de la sala. No sin tener que presionarla un poco, Carlos la hizo caminar hacia la salida.

Aprovechando el “impase”, el Dr. Quintana miró el reloj y eran las 10.30. Había pasado ya una hora y parecía nada a su recuerdo.

Carlos logró dejar a su madre afuera, sentaba en la oficina de relaciones públicas del hospital y volvió. Al entrar, se dirigió al Dr. Quintana, con un: - Por favor Dr. Quintana, escúcheme. Tengo algo que decirle. El Dr. Le puso atención.

- Dr. Quintana, como usted sabe mi padre es electricista y lo de ayer fue un corte de electricidad, ¿no es cierto? O sea, fue una señal de él.-

Cuando dijo la última frase, el hijo menor subió la intensidad y el tono de su voz y con eso, logró capturar toda la atención del Dr. Quintana y de su Subdirectora Médica, que se incorporó mientras el hijo se movilizaba con su madre hacia fuera de la oficina que ocupaban.

Así, captando toda la atención de todos en ese instante, siguió diciendo:

- Dr. Quintana, esta es una señal de mi papá. Mi papá, como usted sabe, es electricista y yo le pedí una señal y el me mandó una señal –

El Dr. Quintana sin entender totalmente lo que él le decía, captó que algo ocurría, algo diferente quería expresar Carlos, y le preguntó:

- No entiendo lo qué quieres decir. Parece que hay una parte de lo que dices que me falta para entender; ¿Qué es eso, Carlos? –

- Como usted sabe nosotros somos evangélicos y yo, como evangélico, le pedí a Dios que me ayudara con mi padre. Que me mandará una señal; porque yo no entendía que era lo que él quería. Se había tratado de suicidar y no había muerto. Entonces, yo no entendía si de verdad se quería ir de este mundo o quería vivir de nuevo, para seguir orando por eso, o bien, pedir por tu descanso. Por eso, lo que ocurrió después, cuando se produjo el corte de electricidad, fue una señal de él, que es electricista. Y, como después se murió, pasó eso, me mandó una señal, con el corte de la corriente, porque el era electricista, ¿de que otra forma, un electricista manda una señal, que no sea cortando la luz? ¿Me entiende? Mi papá me mando una señal…. No quería seguir viviendo. Yo le agradezco todo lo que hicieron ustedes por él, pero no era eso lo que quería mi papá, el no quería vivir. Así, que muchas gracias, yo me encargo de mi mamá, pero… muchas gracias.

El Director, lo miró, suspiró profundamente, le agradeció sus palabras y le dijo: fue un milagro, un milagro de don Manuel, y se despidió del hijo y su hermana, que lo había acompañado todo ese rato y que a pesar de estar en silencio, acompañó a su hermano en todos sus gestos.

Ese día se levantó tranquilo

ESE DIA SE LEVANTO TRANQUILO

Primero dobló una de sus rodillas, luego alargó el brazo derecho hacia el lado y se dejó caer sobre ese mismo costado de su cuerpo. Quedó tendido. La noche se hizo más oscura y el silencio más profundo. Se encontró solo y con ese mismo sentimiento que tantas otras veces había tenido, cada vez que la soledad, la tristeza, el miedo y la sensación de injusticia se apoderaban de él como si nada más existiera. Así también se sintió esa noche en esa Población de Santiago.

El día anterior se levantó tranquilo. Al despertar se había encontrado con la cara serena de su hijo, que vivía con él, compartiendo la pieza de la casa común donde vivía con amigos, con quienes trataba de sobrevivir, protegiéndose de la fiera presencia con que afuera se instalaban la desconfianza y el miedo.

Su pieza, con murallas de adobe pintadas de color pastel, afiches pegados y un rayado que decía “la norma es una vieja guatona”, daba a un patio interior desde donde llegaba intensamente la luz.

Se bañó y preparó la muda con que pasaría los dos días que iba a estar fuera de la casa; luego esperó a la madre de su hijo, que se quedaría con él mientras se iba a una población de la Comuna de Pudahuel.

Partió en bicicleta y se dirigió por calles secundarias hacia el poniente; las calles se veían vacías y la escasa gente que circulaba lo hacía en tensión. El llamado a protesta que aparecía entre líneas en la prensa, escondido en las amenazas y en las noticias de los despliegues policiales y militares, se hacía notar en la presión de los rostros, la boca apretada y el andar rápido. No se hablaba de lo que ocurría, pero se sentía.

Él hizo la ruta con contradictorias emociones. Sentió temor y a veces pánico. Pero, estaba atado al deber de estar en esa Población, donde se sabía que habría heridos en esa noche de protesta, y los médicos jóvenes como él, comprometieron acompañar y atender, como forma de apoyar esa protesta. Se prepararon con clases de primeros auxilios, recursos médicos y de comunicación.

El sol indicaba el mediodía y ya se acercaba adonde tenía que llegar. En la medida que fue entrando en esas poblaciones, el ambiente se notaba más denso, las calles tenían barricadas y el desplazamiento de patrullas y vehículos con individuos sospechosos. El aire se intoxicó con el humo de los neumáticos encendidos y se oscureció el horizonte. A pesar de ello, los vecinos de esos lugares se desplazaban con más soltura. Él siguió sin poder conciliar lo que le ocurría y ese ambiente no le ayudó en el deseo de calmar su espíritu.

Era noviembre de 1984, la protesta duró dos días. Tenía veintinueve años y su hijo tres. Hacía tres años también que se había recibido de médico.

Al llegar a Salvador Gutiérrez con el pasaje por el cual debió entrar a la Población, encontró una enorme trinchera, cavada por un grupo de jóvenes a rostro descubierto y alegría en los ojos. Este sería el origen del primer herido que tuvo que atender, donde cayó un poblador borracho, que volvía a su casa en bicicleta, hiriéndose la cara.

Se sorprendió por el ambiente que apreció, en la plaza que se ubicaba frente a la Parroquia de esa Población, unos adolescentes jugaban a la pelota, aparentemente desconectados de lo que ocurría a su alrededor.

La gente de esa comunidad hacía la vida en la calle, con las puertas abiertas, como si las casas y las calles fueran parte de lo mismo. Eso sí, las mujeres estaban atentas a los niños menores, para ellos el perímetro de circulación era restringido, donde los ojos de ellas pudieran protegerlos de una amenaza abrupta desde cualquiera de los pasajes, que a veces ocupaban las patrullas para sorprender.

La parroquia, que fue el refugio y su lugar de trabajo en esos días, era el mismo sitio que usaba para dar clases de primeros auxilios a un grupo de mujeres del grupo comunitario de esa población y para sus atenciones médicas. Allí lo recibió la Hermana Julia, una religiosa de los Sagrados Corazones que se había instalado allí para ejercer su vocación. Ella abrió la puerta de su casa generosamente y lo invitó a pasar y compartir una comida de bistec con arroz y ensalada de lechugas.

La tarde comenzó a transcurrir con anecdóticas consultas al doctor que se hallaba en la parroquia. Principalmente por problemas agudos de resfrios y alergias y controles de algunos adultos mayores que no querían perder la oportunidad de saber de su presión y sobre el uso de algunos remedios. También llegaron otros heridos, pero por el partido de fútbol.

Al final de la tarde hubo un desfile de pobladores, que gritaban en contra del gobierno de la dictadura. Después vinieron fogatas y la instalación de grupos de jóvenes más agresivos, que tiraban piedras.

La noche cayó de pronto, con el aumento del humo de las barricadas, los golpes de las cadenas sobre los cables de alta tensión y la oscuridad que cubría con violencia el silencio de la retirada masiva a los hogares. Con la oscuridad también comenzaron las explosiones; era imposible distinguir su procedencia, porque el rumor que hacía presa de los diálogos: decía que podían ser de un grupo de jóvenes armados o podían ser los militares de las torres de Alta Tensión. Pero independientemente de donde proviniesen, las explosiones siguieron aumentando.

El médico joven volvió a la parroquia y le comenzaron a llegar heridos, con piedras y balines.

Ya más entrada la noche la situación se puso más violenta; los militares dispararon contra un grupo desde su emplazamiento en las Torres de Alta Tensión. Eso fue lo peor, un poblador que había recibido una bala en la cara, entre la boca y la nariz, tenía salida de masa encefálica en la base posterior del cuello. Esto lo constató porque a falta de iluminación suficiente, palpó detrás del cuello y tocó una masa sanguinolenta, caliente y de consistencia blanda. Al acostumbrar la vista le pudo ver la cara, destrozada por la entrada de la bala. El hombre, por supuesto, estaba muerto.

En medio de los movimientos que hacían alrededor del hombre fallecido, se enteró que una pareja de sacerdotes, de una población vecina, habían sido detenidos, cuestión muy preocupante porque ellos representaban los únicos personajes con posibilidad de contener la brutalidad de ese momento.

La situación demoró mucho rato en calmarse; sobre todo porque después la repitieron numerosas veces, intentando de esa forma conjurar la tragedia. Más tarde siguieron los balazos y bombazos.

Algo descansó, estaba agotado por el trabajo y la tensión.

A la mañana siguiente, despertó entre las ocho y las nueve. Tenía el cuerpo apretado y la boca amarga, no sólo por lo vivido, sino porque había fumado demasiado.

Apenas probó el desayuno. No tenía apetito.

A primera hora atendió a algunos pacientes, principalmente mujeres.

Más tarde lo llamaron para que acudiera hacia una población cercana, donde un hombre había intentado sacar con un palo unas cadenas desde los cables de alta tensión y se había electrocutado. Llegó cuando unos pobladores trataban de reanimarlo. También murió.

Al mediodía escucharon las noticias de la radio y almorzaron una cazuela de ave, también con ensalada de lechugas. Allí fueron a avisarles que otros curas, que habían ido a la Comisaría a visitar a sus hermanos, igualmente habían sido detenidos.

En el comienzo de la tarde, estuvo atento a las noticias de la Población, de las gestiones que hacía el Vicario de la Zona Oeste, Olivier Dargouje, para liberar a los curas.

Al caer la segunda tarde, la circulación disminuyó drásticamente en la población. Sólo el grupo de jóvenes que jugaba a la pelota, igual que el día anterior, repetía su entretención.

Antes de que oscureciera, la Hermana Julia no soportó los nervios y no estar haciendo nada por el resto de los curas. Partió hacia la Comisaría donde estaban detenidos.

Él se quedó esperando dentro de la parroquia y cuando ya oscurecía, un alterado grupo de mujeres fue a avisarle que habían detenido a la Hermana Julia. Le dijeron que debía llamar por teléfono al Vicario, para avisarle de la detención de la monja. Salió siguiendo lo indicado, porque había aumentado intensamente el patrullaje militar. Se fue apegado a las murallas hasta llegar donde estaba el único teléfono de la Población. Allí entró, era una casa sólida y con piezas diferenciadas, como no ocurría en la mayoría de las casas de allí, que eran de madera y cartones y que tenían todo junto, cocina, comedor y dormitorio. Era un negocio que se encontraba cerrado, donde había una caseta con un teléfono, uno de esos negros grandes, que tenían disco para marcar los números.

Logró avisarle al Vicario y le dijo que hablaría con sus superiores para ayudar.

Volvió a la Parroquia, nuevamente apegado a las murallas hasta la esquina de la pequeña plaza que se encontraba frente donde el iba. Miró y no vio peligro así que cruzó. Cuando estaba en la mitad, escuchó una voz que le gritó: “Detente”. Se dio vuelta y en la misma esquina donde él había estado recién, una patrulla de soldados lo encañonaba. Terminaba de caer la tarde, el cielo estaba pintado de azul oscuro, manchado de nubes negras, teñidas del humo de los neumáticos encendidos. No se escuchaba ningún ruido. Apenas podía ver los soldados con nitidez. Uno de ellos, que se ubicaba a la izquierda de la fila, le ordenó que se detuviera o que le disparara. El tiempo se había enlentecido y por su cabeza circulaba la idea que todo lo que ocurría era una fantasía, un sueño, pero otro grito del militar lo conectó nuevamente al lugar y a los hechos. Empezó a retroceder lentamente, se encontraba a unos escasos metros de la entrada de la capilla. El militar que ya le ha gritado por segunda vez que se detenga, le apuntó y volvió a gritar. ÉL siguió retrocediendo lentamente y le contestó: “usa tu cabeza y si no te da para más, dispara no más”. Antes de que terminara de hablar, sintió un primer disparo y luego un segundo. Junto con el segundo disparo sintió un tirón y una especie de descarga eléctrica en su brazo izquierdo, justo en la mitad entre el hombro y el codo. Instintivamente, trató de mover el antebrazo y la mano izquierda y no pudo. Llevó su mano derecha al brazo izquierdo y sintió una humedad caliente y viscosa. Tenía una bala en su brazo y frente a él se encontraba una patrulla militar.

Aprovechó el segundo disparo para llegar a la pared de la parroquia y tirarse al suelo sobre su lado derecho. En ese mismo instante, pasó un camión de militares desde donde llamaron a la patrulla para que se subieran, que tenían que moverse. Los soldados obedecieron la orden, pero el que le disparó dice que deben ir a detenerlo. Desde el lugar donde está, le grita que se vaya, que ya le han herido. El resto del grupo llamó al soldado: ¡Valenzuela ven! Y se fue, disparando una ráfaga hacia donde estaba él, por arriba de su cuerpo.

Estaba en el suelo. La noche se puso muy oscura. Y tuvo ese sentimiento de dolor que reconocía haber vivido tantas veces.

Cuando el camión militar se fue, un grupo de mujeres corrió hacia él gritando que estaba herido. Ellas lo entraron a la parroquia y se comprobó lo obvio, una bala le había atravesado el brazo. Le curaron y le cubrieron. Físicamente estaba bien, pero choqueado.

Después sus recuerdos se le pierden.

Más tarde llegó a la parroquia un vehículo, ahí venían unos amigos que trabajaban en un policlínico cercano y se habían enterado de lo que le había ocurrido e iban por él para controlarlo y sacarlo de esa parroquia.

El resto de la noche la pasó despierto, igual que sus amigos, riéndose, especialmente después de beber unos tragos de un licor que le habían regalado a alguien del grupo, de la cuarta región. De todas maneras estaban todos preocupados por su estado y cada cierto tiempo le tomaron la presión y le revisaban la herida. No sintió dolor.

Por el cielo, esa noche se sintió sobrevolar a un helicóptero, se dice que era Pinochet viendo con sus propios ojos el círculo de fuego que rodeaba el centro de la capital.

En la mañana vino un auto a buscarlo, porque sus compañeros se comunicaron con una amiga que cumplió esa tarea. La red de amigos que le acompañó durante toda su recuperación comenzó a armarse y a funcionar.

El vehículo avanzó entre medio de transeúntes, micros y los restos de las barricadas que habían ardido las dos noches anteriores, iluminando la rebeldía que gritaba por terminar la tragedia. Pero la gente parecía distante de lo ocurrido en esas dos jornadas, como si anteojeras impidieran la visibilidad de lo que había pasado en esos días y caminaban con una extraña naturalidad a sus ocupaciones diarias, de la misma forma que trataban ellos de desplazarse, intentando no llamar la atención de la policía y los militares que también se apreciaban aturdidos por la noche en vigilia. Sin embargo, no era cierto, ni para él esa noche pasaría desapercibida ni para el país. Esa experiencia lo hizo mirar y sentir distinta la vida y el país seguiría el camino necesario para volver a una convivencia menos violenta.

(Me llevaron a la misma clínica hacia donde yo enviaba los heridos. Me vio mi amigo Ramón, que me pidió una radiografía y una electro miografía, ese examen para ver el estado de las células nerviosas, entre otras cosas. También me hizo una curación y me puso un cabestrillo.

A la casa donde me fui empezó a circular mucha gente, de mi familia y mis amigos, todos preocupados y cariñosos.

Los exámenes demostraron que tenía una fractura del hueso y lesionado uno de los dos nervios del brazo y la mano. Esperé un mes que cicatrizara la herida y luego me operaron, reconstituyendo el nervio cortado con otro que me extrajeron de la pierna. Estuve un mes con yeso en el pecho y un pie en alto, esperando que se recobrara el tejido de la pantorrilla, de donde me habían sacado el nervio de reemplazo.

Estuve más de un año en rehabilitación, con quinesioterapia tres veces por semana y acupuntura. Pero el principal bálsamo fue mi hijo Pedro, mis amigos y mi familia, ellos me ayudaron con su compañía, sus cuidados y el cariño. Este fue el principal recurso desde donde comencé a levantarme, porque no sólo recibí un balazo en el brazo, sino que sentí la muerte a mi lado y sobre todo, sentí que un soplo helado me entró en el corazón. Tuve que apoyarse también en una terapia. Pero donde finalmente el amor volvió a entibiar mi corazón, fue dieciséis meses después, cuando el once de marzo de 1986, nació mi segunda hija, Emilia que venía a unirse al Pedro, hasta ahí mi hijo único.

Esa noche de noviembre de 1984 tuve un vuelco radical en mi vida, el miedo y el dolor me dieron más claves para transitar con más cuidado por el mundo y el amor y la solidaridad recibida me dieron más certezas para descubrir que desde cualquier rincón de la tierra puede surgir una nueva posibilidad de existencia, a pesar del terror. De esa misma forma, esa protesta fue una más de las manifestaciones que fueron abriendo los cerrojos de la puerta que permitiría la entrada de aires más libres a la convivencia nacional.)

Jorge Lastra Torres
Noviembre 2004.

Señales de Humo

Señales de humo.

Te mando señales de humo
como un fiel apache
pero no comprendes el truco
y se pierde en el aire.

Te mando la punta de un beso
que roza la tarde
y un código morse transmite el "te quiero" de un angel
se pierde en el aire

Te mando la luz de mis ojos
de un cuarto menguante
y un sol embriagado la eclipsa
y no puede excursarse

Qué voy a hacer
inventar alfabeto en las nubes
conjugamos al amanecer
y sentarme sobre tus pupilas
y reir o llorar mi querer
si no puedo encontrarte esta vez

Te mando señales de humo como un fiel apache
pero no comprendes el truco
y se pierde en el aire
se pierde en el aire